Durante décadas se ha hablado de la “vocación” del maestro. Se pensaba que una tarea tan importante implicaba algo especial, un don por el cual un hombre o una mujer entregaba lo mejor de su vida y de su tiempo al servicio de los niños y jóvenes de nuestras escuelas.
Pero algunos han criticado la idea de “vocación” y prefieren hablar del maestro como si se tratase de una profesión entre las muchas que existen entre la vida social. En esta perspectiva, lo que vale en cuanto a derechos y deberes para cualquier trabajador se aplicaría también al mundo laboral de los maestros. En otras palabras, el maestro sería visto como un profesionista, como un trabajador que merece un contrato justo y garantías mínimas, idénticas a las demás profesiones que conviven en la vida social.
Pero existen otras dimensiones del trabajo del maestro que lo diferencian radicalmente de los demás ámbitos laborales.
En la mayoría de los trabajos, el empleado convive con personas adultas y colabora con ellas. Es valorado según el “producto” o el rendimiento que ofrece a la empresa. Puede ser expulsado si falla a normas éticas elementales de respeto hacia compañeros y jefes, o si se permite ausencias injustificadas que dañan el funcionamiento de la compañía.
El maestro, en cambio, no sólo trabaja con otros adultos, sino que su acción está orientada principalmente hacia niños y adolescentes. Sobre ellos ejerce un influjo de gran importancia para la adquisición de conocimientos y para el crecimiento hacia una personalidad madura y equilibrada.
Las palabras y las actitudes de cada maestro sirven de pauta para que un alumno llegue a apreciar virtudes como la justicia y la tolerancia, o caiga en actitudes de violencia y de desprecio hacia compañeros o hacia otros miembros de la sociedad.
Un maestro que no prepare bien sus clases, que no se capacite pedagógicamente, que no respete la idiosincrasia de sus muchos y diferentes alumnos, que incluso llegue a insultar o golpear a algunos niños, merece no sólo la reprobación social, sino medidas serias por parte de cualquier estado de derecho para apartarlo de un trabajo hacia el cual no está realmente preparado.
Algo parecido podemos decir respecto del absentismo laboral. Si las empresas defienden sus intereses al controlar que sus trabajadores no falten a sus deberes sin motivos justificados, también los directores de escuelas están llamados a pedir a sus maestros que no eludan la hermosa tarea de ayudar, día a día, a educar a los ciudadanos del mañana a través de las clases bien impartidas en el hoy.
Cada maestro asume una misión enorme, pues de sus labios y de su corazón dependen decenas y decenas de muchachos que avanzan hacia la madurez y que serán muy pronto el futuro de la sociedad. Por eso su tarea se coloca en un nivel distinto del de las demás profesiones. La “productividad” del maestro no se mide en miles de pesos, sino en corazones y en mentes bien formadas. Es por ello que merece salarios suficientes que le permitan una buena realización de la tarea a la que es llamado, y un aprecio social muy elevado, por la responsabilidad tan grande que ha asumido para el bien de todo un pueblo.
Recordar la especificidad de la vocación del maestro será un camino para que todos respetemos y promovamos a quienes a ella se dedican de modo ejemplar y responsable. Así ofreceremos a miles de niños y adolescentes formación de calidad y caminos hacia la integración en un mundo que queremos más solidario y más justo
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