Nuestro país fue desde el 2009 hasta algunos meses atrás y con el desconocimiento absoluto de la población, el paraje ideal que encontró la multinacional estadounidense AquaBounty Technologies Inc., para criar hasta la adultez, los huevecillos del salmón transgénico que habían sido producidos en la isla canadiense Prince Edward. Es decir, que con un desprecio injustificable a los cuestionamientos profundos y sólidos que se le hacen a la manipulación genética de los seres vivos, se nos convirtió en el laboratorio principal para producir a escala comercial, el primer animal transgénico destinado para el consumo humano.
A principios de año el titular del MIDA, revelaba de manera muy escueta a la comunidad nacional y a través de algunos medios de comunicación, que en nuestro país se habían estado realizando ensayos con un tipo de salmón genéticamente modificado, dirigido a la exportación. Más adelante y seguramente para minimizar las posibles preocupaciones de la población panameña sobre este tipo de tecnología, afirmó que desde hace diez años “corn flakes” transgénico llega a nuestras mesas, sin que los consumidores hayan sufrido daño alguno. Esta aseveración la hacía sin disponer o aportar evidencia estadística y sin considerar que en países como los Estados Unidos, 76 millones de personas sufren anualmente de intoxicaciones alimenticias y 5,000 mueren por esa causa. Confío que este razonamiento del señor ministro, ni por asomo, forme parte de las excusas que invocará la Comisión Nacional de Bioseguridad sobre Organismos Genéticamente Modificados, cuando pretenda justificar el ingreso, comercialización y consumo de seres vivos o sus componentes, resultantes de la mal llamada ingeniería genética.
Sin embargo, el marcado entusiasmo en tecnologías inciertas del ministro y los intereses lucrativos de AquaBounty Technologies Inc., han recibido un ligero traspiés, cuando a finales de junio pasado la Cámara de Representantes de los Estados Unidos, decidiera frenar la tramitación y aprobación del salmón transgénico conocido por sus creadores, como “AquAdvantage” y por los que ponemos en duda sus virtudes, como “Frankenfish”. Naturalmente que esta noticia no conseguirá infundirles el desaliento o frustración suficiente que los haga desistir, ni tampoco los empujará a revisar con objetividad y profundidad, los riesgos asociados que una tecnología de ADN mixto como ésta, entraña para la salud humana, para la existencia de la especie natural y para otras formas de vida que habitan los medios acuáticos.
De igual modo, poco les importa que más de catorce estados norteamericanos hayan considerado legislar para el etiquetado obligatorio a los alimentos transgénicos; que el estado de California prepare el etiquetado de “Frankenfish” de llegar a comercializarse; que casi medio millón de comentarios del público llegaron a la FDA (Agencia de Drogas y Alimentos de los EEUU) para exigir su prohibición y que sea Chile, segundo exportador mundial de salmónido, uno de los principales afectados. La fe ciega en la efectividad y virtuosidad de los genes transplantados en organismos extraños, les impide concederle algún crédito al número creciente de evidencias, que demuestran que sí existen efectos perjudiciales y que la moratoria y el principio precautorio, son las normas mínimas requeridas para proteger a la población y al medioambiente.
A esta apuesta al dogma simplista “un gen, un rasgo”, base principal de las tecnologías del ADN recombinante, se le suma el lucro desmedido, que tiene por norte no el conocimiento científico, sino la recuperación de las inversiones y el incremento de sus ganancias; de allí la tendencia de ocultar informes negativos que revelan efectos nocivos o secundarios, tildar de irrelevantes pruebas independientes que contradicen sus resultados y pagar voceros “científicos” que respaldan sus cuestionados inventos. Este proceder explica por qué más tarde y hoy día con mucha frecuencia, se retiran drogas y medicamentos del mercado, con una demora extrañamente sospechosa y siempre mucho antes que aparezcan las posibles demandas de los afectados.
Así que la reciente decisión del Congreso estadounidense de suspender la aprobación del salmón transgénico, bien debiese obligar a las autoridades nacionales del sector, a un pronunciamiento al respecto. La sociedad panameña merece explicaciones, y para justificarlas podría empezarse con atender el articulado de la Ley 48 del 2002, que crea la Comisión Nacional de Bioseguridad para los Organismos Genéticamente Modificados. Allí se encuentran establecidas con suficiente claridad, preocupaciones sobre las “implicaciones socioeconómicas y culturales de interés nacional”, “la protección de la salud, de la biodiversidad y el medio ambiente” y se exigen tareas de supervisión en actividades de esta naturaleza. Por tanto, tenemos todo el derecho a conocer si contamos con la capacidad técnica para regular y controlar la introducción de transgénicos en Panamá y evaluar los riesgos potenciales para el patrimonio animal y vegetal, así como para la salud humana.
Nuestro país fue desde el 2009 hasta algunos meses atrás y con el desconocimiento absoluto de la población, el paraje ideal que encontró la multinacional estadounidense AquaBounty Technologies Inc., para criar hasta la adultez, los huevecillos del salmón transgénico que habían sido producidos en la isla canadiense Prince Edward. Es decir, que con un desprecio injustificable a los cuestionamientos profundos y sólidos que se le hacen a la manipulación genética de los seres vivos, se nos convirtió en el laboratorio principal para producir a escala comercial, el primer animal transgénico destinado para el consumo humano.
Asunto éste cuya aprobación sólo ha sido pospuesta -contra su voluntad e interés- por la FDA, la misma agencia estadounidense que en 1994 autorizara para su venta, la hormona recombinante del crecimiento bovino (rBGH) en las vacas, pese a que dos de sus funcionarios ligados directamente con esta aprobación, habían trabajado en el pasado reciente con Monsanto, gigante biotecnológico dueño de Posilac, nombre comercial de esta hormona de crecimiento artificial. Hoy es conocido que el uso de la rBGH está prohibido en todos los países de la Unión Europea, Canadá, Japón, Australia y Nueva Zelanda, por sus evidentes perjuicios a las vacas y por su estrecha relación con diferentes formas de cáncer en los seres humanos.
La tecnología transgénica aplicada al mundo de los cultivos alimenticios, desde la primera liberación en 1992 de un cultivo comercial de ese tipo hasta la fecha, no ha podido demostrar sus supuestas virtudes ni sus grandes bondades. No aumentan como se asegura las cosechas, porque la productividad de una planta no descansa exclusivamente en un gen específico; no producen alimentos más sanos, porque cabe encontrar mayores niveles de residuos de herbicidas y fertilizantes en los vegetales, por ser más expuestos; no mejoran las condiciones de vida de los campesinos, porque los obligan a renunciar a sus variedades criollas, imponiéndoles así las protegidas por patentes, que ahora tendrán que comprar todos los años.
De modo que la transgénesis y sus actuales desarrollos biotecnológicos para el sector agropecuario y alimenticio, corresponden más a una visión mercantilizada del conocimiento científico y de la biología, que a un interés genuino por el mejoramiento de los cultivos y la superación del hambre en el mundo. Prueba de esto es fácil encontrarla en el denodado empeño que las empresas transnacionales de este sector, ponen en la aprobación y comercialización de las Tecnologías de Restricción del Uso y de Esterilidad Transgénica Reversible, mejor conocidas como tecnología “terminator” y “zombie” respectivamente y que representan una seria amenaza a los más de 1,400 millones de campesinos que dependen para su subsistencia, de las semillas de sus campos.
La forma como las autoridades panameñas se han comportado con los ensayos de campo del salmón transgénico de AquaBounty Technologies Inc. y su interés excesivo por abrir las puertas del agro nacional al ingreso de las semillas transgénicas, nos adelanta la poca utilidad y efectividad que seguro tendrá, la Comisión Nacional de Bioseguridad para Organismos Genéticamente Modificados, así como el Protocolo de Cartagena del cual nuestro país es parte, que se verá seriamente afectado por las exigencias contenidas en el llamado Tratado de Promoción Comercial, que se pactó con los Estados Unidos y que sólo le resta la aprobación del Congreso de esa nación.
A partir de la entrada en vigencia de este acuerdo, la introducción y comercialización de las semillas transgénicas en nuestro territorio, no tendrán ni regulación ni control alguno y mucho menos se podrán establecer, por razones de salud pública o ambientales, mecanismos de rastreabilidad. Ello supondrá el inicio de un proceso irreversible de contaminación de nuestros cultivos criollos y especies prehispánicas, junto a un daño directo a miles de familias campesinas e indígenas, que hoy son responsables de suministrar los alimentos que consumen más del 50% de los panameños. Además, esa agricultura tradicional que debiese protegerse por ser la base fundamental de nuestra seguridad y soberanía alimentarias, quedará inserta en un modelo agrícola más dependiente del agronegocio transnacional. Todo esto claro está, dentro de ese fundamentalismo entusiasta por la fantasía transgénica, que se exhibe en el discurso oficial.
La agricultura panameña no tiene apremio alguno, para que sus campos se inunden con falsas soluciones transgénicas. Por lo que sí podría empezarse aquí, es por establecer una moratoria indefinida, muy similar a la aprobada recientemente por el Congreso peruano, que prohíbe el ingreso de semillas transgénicas por 10 años o elogiar la valentía de miles de campesinos haitianos, que hace poco más de un año, salieron a las calles para rechazar la donación de miles de toneladas de maíz transgénico.
Nuestra agricultura reclama además, una revisión y mejora integral de sus sistemas agrícolas tradicionales; la protección, conservación y desarrollo de sus variedades criollas; que se evalúe con objetividad los impactos y consecuencias de la siembra de cultivos transgénicos; que se incentive eficazmente a los productores que hagan uso de tecnologías e insumos dirigidos a proteger la biodiversidad agrícola; que se apoyen investigaciones que busquen solucionar los problemas que presenta el agro, desde una perspectiva agroecológica.
Después que AquaBounty Technologies Inc. convirtiera las montañas de Boquete en un experimento transgénico sin precedentes en nuestro país y que el gobierno estadounidense no le aprobara por sus insuficientes estudios y garantías para la salud humana, los panameños tenemos el derecho de exigir a las autoridades nacionales, el respeto de ser informados previamente y, sobre todo, conocer qué otros ensayos biotecnológicos en el campo de la acuicultura prepara o está desarrollando esta transnacional, en territorio panameño. www.ecoportal.net
Pedro Rivera Ramos - Ingeniero agrónomo y profesor en la Facultad de Ciencias Agropecuarias - Universidad de Panamá
Sin embargo, el marcado entusiasmo en tecnologías inciertas del ministro y los intereses lucrativos de AquaBounty Technologies Inc., han recibido un ligero traspiés, cuando a finales de junio pasado la Cámara de Representantes de los Estados Unidos, decidiera frenar la tramitación y aprobación del salmón transgénico conocido por sus creadores, como “AquAdvantage” y por los que ponemos en duda sus virtudes, como “Frankenfish”. Naturalmente que esta noticia no conseguirá infundirles el desaliento o frustración suficiente que los haga desistir, ni tampoco los empujará a revisar con objetividad y profundidad, los riesgos asociados que una tecnología de ADN mixto como ésta, entraña para la salud humana, para la existencia de la especie natural y para otras formas de vida que habitan los medios acuáticos.
De igual modo, poco les importa que más de catorce estados norteamericanos hayan considerado legislar para el etiquetado obligatorio a los alimentos transgénicos; que el estado de California prepare el etiquetado de “Frankenfish” de llegar a comercializarse; que casi medio millón de comentarios del público llegaron a la FDA (Agencia de Drogas y Alimentos de los EEUU) para exigir su prohibición y que sea Chile, segundo exportador mundial de salmónido, uno de los principales afectados. La fe ciega en la efectividad y virtuosidad de los genes transplantados en organismos extraños, les impide concederle algún crédito al número creciente de evidencias, que demuestran que sí existen efectos perjudiciales y que la moratoria y el principio precautorio, son las normas mínimas requeridas para proteger a la población y al medioambiente.
A esta apuesta al dogma simplista “un gen, un rasgo”, base principal de las tecnologías del ADN recombinante, se le suma el lucro desmedido, que tiene por norte no el conocimiento científico, sino la recuperación de las inversiones y el incremento de sus ganancias; de allí la tendencia de ocultar informes negativos que revelan efectos nocivos o secundarios, tildar de irrelevantes pruebas independientes que contradicen sus resultados y pagar voceros “científicos” que respaldan sus cuestionados inventos. Este proceder explica por qué más tarde y hoy día con mucha frecuencia, se retiran drogas y medicamentos del mercado, con una demora extrañamente sospechosa y siempre mucho antes que aparezcan las posibles demandas de los afectados.
Así que la reciente decisión del Congreso estadounidense de suspender la aprobación del salmón transgénico, bien debiese obligar a las autoridades nacionales del sector, a un pronunciamiento al respecto. La sociedad panameña merece explicaciones, y para justificarlas podría empezarse con atender el articulado de la Ley 48 del 2002, que crea la Comisión Nacional de Bioseguridad para los Organismos Genéticamente Modificados. Allí se encuentran establecidas con suficiente claridad, preocupaciones sobre las “implicaciones socioeconómicas y culturales de interés nacional”, “la protección de la salud, de la biodiversidad y el medio ambiente” y se exigen tareas de supervisión en actividades de esta naturaleza. Por tanto, tenemos todo el derecho a conocer si contamos con la capacidad técnica para regular y controlar la introducción de transgénicos en Panamá y evaluar los riesgos potenciales para el patrimonio animal y vegetal, así como para la salud humana.
Asunto éste cuya aprobación sólo ha sido pospuesta -contra su voluntad e interés- por la FDA, la misma agencia estadounidense que en 1994 autorizara para su venta, la hormona recombinante del crecimiento bovino (rBGH) en las vacas, pese a que dos de sus funcionarios ligados directamente con esta aprobación, habían trabajado en el pasado reciente con Monsanto, gigante biotecnológico dueño de Posilac, nombre comercial de esta hormona de crecimiento artificial. Hoy es conocido que el uso de la rBGH está prohibido en todos los países de la Unión Europea, Canadá, Japón, Australia y Nueva Zelanda, por sus evidentes perjuicios a las vacas y por su estrecha relación con diferentes formas de cáncer en los seres humanos.
La tecnología transgénica aplicada al mundo de los cultivos alimenticios, desde la primera liberación en 1992 de un cultivo comercial de ese tipo hasta la fecha, no ha podido demostrar sus supuestas virtudes ni sus grandes bondades. No aumentan como se asegura las cosechas, porque la productividad de una planta no descansa exclusivamente en un gen específico; no producen alimentos más sanos, porque cabe encontrar mayores niveles de residuos de herbicidas y fertilizantes en los vegetales, por ser más expuestos; no mejoran las condiciones de vida de los campesinos, porque los obligan a renunciar a sus variedades criollas, imponiéndoles así las protegidas por patentes, que ahora tendrán que comprar todos los años.
De modo que la transgénesis y sus actuales desarrollos biotecnológicos para el sector agropecuario y alimenticio, corresponden más a una visión mercantilizada del conocimiento científico y de la biología, que a un interés genuino por el mejoramiento de los cultivos y la superación del hambre en el mundo. Prueba de esto es fácil encontrarla en el denodado empeño que las empresas transnacionales de este sector, ponen en la aprobación y comercialización de las Tecnologías de Restricción del Uso y de Esterilidad Transgénica Reversible, mejor conocidas como tecnología “terminator” y “zombie” respectivamente y que representan una seria amenaza a los más de 1,400 millones de campesinos que dependen para su subsistencia, de las semillas de sus campos.
La forma como las autoridades panameñas se han comportado con los ensayos de campo del salmón transgénico de AquaBounty Technologies Inc. y su interés excesivo por abrir las puertas del agro nacional al ingreso de las semillas transgénicas, nos adelanta la poca utilidad y efectividad que seguro tendrá, la Comisión Nacional de Bioseguridad para Organismos Genéticamente Modificados, así como el Protocolo de Cartagena del cual nuestro país es parte, que se verá seriamente afectado por las exigencias contenidas en el llamado Tratado de Promoción Comercial, que se pactó con los Estados Unidos y que sólo le resta la aprobación del Congreso de esa nación.
A partir de la entrada en vigencia de este acuerdo, la introducción y comercialización de las semillas transgénicas en nuestro territorio, no tendrán ni regulación ni control alguno y mucho menos se podrán establecer, por razones de salud pública o ambientales, mecanismos de rastreabilidad. Ello supondrá el inicio de un proceso irreversible de contaminación de nuestros cultivos criollos y especies prehispánicas, junto a un daño directo a miles de familias campesinas e indígenas, que hoy son responsables de suministrar los alimentos que consumen más del 50% de los panameños. Además, esa agricultura tradicional que debiese protegerse por ser la base fundamental de nuestra seguridad y soberanía alimentarias, quedará inserta en un modelo agrícola más dependiente del agronegocio transnacional. Todo esto claro está, dentro de ese fundamentalismo entusiasta por la fantasía transgénica, que se exhibe en el discurso oficial.
La agricultura panameña no tiene apremio alguno, para que sus campos se inunden con falsas soluciones transgénicas. Por lo que sí podría empezarse aquí, es por establecer una moratoria indefinida, muy similar a la aprobada recientemente por el Congreso peruano, que prohíbe el ingreso de semillas transgénicas por 10 años o elogiar la valentía de miles de campesinos haitianos, que hace poco más de un año, salieron a las calles para rechazar la donación de miles de toneladas de maíz transgénico.
Nuestra agricultura reclama además, una revisión y mejora integral de sus sistemas agrícolas tradicionales; la protección, conservación y desarrollo de sus variedades criollas; que se evalúe con objetividad los impactos y consecuencias de la siembra de cultivos transgénicos; que se incentive eficazmente a los productores que hagan uso de tecnologías e insumos dirigidos a proteger la biodiversidad agrícola; que se apoyen investigaciones que busquen solucionar los problemas que presenta el agro, desde una perspectiva agroecológica.
Después que AquaBounty Technologies Inc. convirtiera las montañas de Boquete en un experimento transgénico sin precedentes en nuestro país y que el gobierno estadounidense no le aprobara por sus insuficientes estudios y garantías para la salud humana, los panameños tenemos el derecho de exigir a las autoridades nacionales, el respeto de ser informados previamente y, sobre todo, conocer qué otros ensayos biotecnológicos en el campo de la acuicultura prepara o está desarrollando esta transnacional, en territorio panameño. www.ecoportal.net
Pedro Rivera Ramos - Ingeniero agrónomo y profesor en la Facultad de Ciencias Agropecuarias - Universidad de Panamá
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