El 24 de enero del 2014 es una fecha que nunca
olvidaré. Tenía solos dos meses de haber culminado una de mis metas más
grandes, graduarme de licenciada en periodismo. Estaba en el mejor momento de
mi desarrollo como atleta, acababa de conseguir el trabajo de mis sueños y en
dos días cumpliría los 24 años. Nunca pensé que este día cambiaría el
transcurso de mi vida para siempre.
Eran pasadas las cuatros de la tarde y me
encontraba en el consultorio del Dr. Carlosmagno Castillero en la Clínica
Nacional, cuando de repente empecé a ver la vida en mudo. Solo alcancé a
escuchar al especialista en oncología decir: “la biopsia dio positiva. Tienes
cáncer”. ¿Yo tenía qué? ¡Era imposible! Yo apenas estaba comenzando a vivir. Se
suponía ahora venía lo bueno.
Mientras el médico trataba de explicarme los
pasos que tenía que seguir en adelante, yo no lograba salir del estado de
shock. Yo miraba a mi abuela y al verla tan tranquila, sin lágrimas brotar de
sus ojos, asumía que todo estaba bien. Pero no, todos los planes se habían ido
al vacío. Al salir mi abuela les comunicó a mi madre y a mi tía la noticia. Yo
llamé a mi padre y a mi mejor amigo para contarles las malas nuevas. Fue allí
donde reaccioné y caí en cuenta de lo que se venía encima.
Pedía un espacio para ir al baño. Me encerré y
fue allí donde vino ese pensamiento a mi mente. ¡Tengo cáncer! ¡Voy a morir!
Lloré como un bebé y vi mi vida transcurrir en mi mente. Todos mis planes, mis
sueños, mis anhelos, todo parecía esfumarse como agua entre los dedos. Mi mundo
se derrumbaba.
Cuando logro reponerme y salí del baño, no pude
evitar percibir la desesperación y el dolor en el rostro de mis familiares. No
sabían qué decir. No sabían cómo actuar. En el fondo tenían el mismo temor que
yo: Ivonne va a morir. En medio de esta situación solo se les ocurrió decir:
“tienes que ser fuerte. Vamos a superar esto”.
¿Tengo que ser qué? ¿Vamos? Si la que está
pasando por esto soy yo, pensaba hacia mis adentros. Aquí la que está mal soy yo.
¿Con qué cara me piden fortaleza si ellos están que se desmoronan? En fin, qué
remedio. Era momento de hacerle frente a la enfermedad.
Los
tratamientos
Ya había transcurrido una semana de mi primera
terapia en grupo y de mi primera cita con el oncólogo, el increíblemente dulce
y amable, Dr. Omar Castillo. Ya me había advertido que la quimioterapia era un
tratamiento fuerte. Ya estaba anuente que iba a perder mi cabello, pero no
dejaba de pensar que no tenía que ser del todo así.
Era el día de los enamorados. Era 14 de febrero.
Desde las 5:00 de la mañana llegué al Instituto Oncológico Nacional (ION) para
recibir mi primera quimioterapia roja, a la que todos temen. No tenía apetito.
No tenía ánimo. Recuerdo que fui vestida muy andrajosa, ni siquiera quise
peinarme ese día.
Mi padre se trasladó desde la provincia de
Veraguas. Mi hermano José Darío, mi madre y por supuesto mi compañera de mil
batallas, mi abuela Bárbara estaban presentes ese día. Todos nos miraban y
juraban íbamos a acompañar a mi abuela. Nadie se imaginaba la paciente era yo.
Mientras en mi mente escuchaba esa estrofa de la
canción de Rubén Blades “saliendo del hospital después de ver a mi mamá,
luchando contra un cáncer que no se puede curar...”, escuché en el altavoz mi
nombre, lo que indicaba que ya era mi turno. Me llamaron a la sala 4 de
quimioterapia.
Al entrar noté que casi todas las pacientes eran
mujeres adultas, poco mayor de 45 años. Algunas pocas eran más jóvenes. Al sentarme
todas quedaron perplejas. En su mirada se veía la expresión de ¿esta nenita
tiene cáncer? La enfermera Inés se acercó con unas agujas.
- ¿Ya tomaste la pastilla para las náuseas?-, me
preguntó.
- Sí miss, ya la tomé. Le respondí.
- Bueno, llamaré a tus familiares para
explicarles cómo funciona este tratamiento, cuáles son los posibles efectos
secundarios y cómo deben responder ante cada situación.
Mis familiares entraron. El pánico era evidente.
Todos lo notaron. Cuando la miss Inés terminó su intervención, las otras
pacientes empezaron a darle consejos a mi familia sobre cómo mantener mi hemoglobina
alta. Después empezaron a contar chistes para romper el hielo y amenizar la
tarde.
Luego de cuatro horas salí de quimioterapia. Por
fin iba a mi casa. Sentía como si un camión me hubiese pasado por encima.
Estaba cansada, débil y tenía malestares y náuseas. No quería saber de nada.
Llegué a casa y me acosté en la cama. No me desperté hasta el día siguiente.
Con el paso de los días perdí el gusto por la
comida. El ánimo estaba en el piso y las fuerzas eran pocas. Pensaba no iba a
poder más. Era tan solo la primera de 16 tratamientos de quimioterapia que me
tocaban recibir.
Efectos
Mi cabello llegaba a la mitad de mi espalda. Era
de un color castaño con las puntas rojas. Había tardado muchos años en lograr
que estuviese así. Estaba claro que en unos días ya se me caería y era algo
inevitable, tenía que cortarlo. Para que no fuera tan doloroso lo corté estilo
honguito como cuando tenía siete años.
Pasaron dos semanas y aún no recuperaba el gusto.
La comida me sabía a metal. Mi apetito aumentó. Y sabía el momento, que me
rehusaba a aceptar, ya llegaría. Estuve dos semanas sin lavarme el cabello
porque sabía que cuando lo hiciera lo perdería. Nunca tuve el valor de hacerlo.
Esperé a un campamento de la iglesia para pedirle a Nicole que me lo lavara. Yo
no tenía las agallas.
El destino se cumplió. Se me cayó el cabello por
pedazos. Gracias a Dios estaba en un campamento cristiano porque fue un momento
duro. Mientras escribo estas líneas recuerdo el dolor de ese día. Recuerdo cómo
sentía el mundo se me venía abajo ¿Quién se fijaría en mí si no tenía cabello?
Me percibía espantosa.
Por suerte ya había comprado y empacado mi peluca
y me la puse. Regresé a la ciudad para ir a una barbería, en pleno martes de
carnaval, donde todos los locales están cerrados. Encontré una peluquería de
chinos en El Dorado. La chinita no quería raparme el cabello. Yo me imaginé en
ese momento que era Demi Moore en GI Jane para que no fuera tan duro lo que
estaba viviendo.
Así perdí también mis cejas y mis pestañas. Así transcurrieron
el resto de las quimioterapias. A veces me daban náuseas y a veces me generaban
ansiedad. Mientras, yo me paraba todas las madrugadas a llorar, a reclamarle a
Dios por la prueba que me estaba poniendo y a exigirle me ayudara a superarla.
Yo sentía no iba a poder.
Amor
incondicional
No les había contado, pero yo tenía un novio
cuando me diagnosticaron la enfermedad. Es salvadoreño y era una relación a
distancia. Sí, lo sé, amores de lejos felices los cuatro. Pero yo estaba
profundamente enamorada. Y él se portó tan lindo conmigo al principio. Incluso
pensé todo era perfecto porque hizo un viaje para visitarme y acompañarme en mi
segunda quimioterapia.
Me sentía bien. Por un momento olvidé lo fea que
me sentía porque creía era amada por mi novio. Pero qué triste fue descubrir a
la semana, de tan especial viaje, que me había sido infiel con otra panameña en
suelo patrio. Y eso no fue lo más triste. Lo que me llegó hasta el alma fue
leer que le decía que él estaba conmigo porque sentía lástima por mí, por lo
que yo estaba pasando. Eso me marcó para siempre.
Los amores de pareja pueden ser temporales pero
existen unos más valiosos que siempre durarán: el amor de la familia, el cariño
de los amigos. En este sentido no puedo quejarme. A pesar que a veces no
entendían por lo que pasaba, que se alejaban por atender sus propias vidas y
pese a mis maltratos, estos seres tan especiales siempre estuvieron allí para
mí y se portaron a la altura de las circunstancias.
Palabras de aliento siempre encontré. Hombros
donde llorar también. Amor, comprensión, ánimo y gente dispuesta a compartir lo
peor conmigo, siempre tuve a mi disposición. Los abrazos, los besos y la
fraternidad siempre estuvieron allí. ¿Cómo olvidar que el día de mi cirugía
había más de treinta personas en la sala de espera para conocer el resultado?
¿Cómo pasar por alto que hubo quienes oraban por mí todos los días con todas
sus fuerzas? ¿Cómo no acordarme que siempre me decían lo bella que era aún sin
cabello, y después, sin un seno?
Sí, a mí me hicieron una mastectomía radical
modificada, en otras palabras, me quitaron un seno. Fue uno de los días que más
miedo sentí. Lo más impactante fue ver por primera vez mi cicatriz. Creía que
Frankenstein era un detalle al lado mío. Pero allí estuvieron mis amigos,
conocidos, compañeros de grupos estudiantiles y de clases. Pero el más
importante, el que estuvo en todo momento, el que nunca me dejó sola, mi
hermoso Dios.
La solidaridad y el amor son fundamentales para
la recuperación de nosotros. A mí no me hizo falta. Soy increíblemente
afortunada porque hoy, un año y ocho meses, después de 16 quimioterapias, un
año de inyecciones de trastusumab, una operación y 45 radioterapias; puedo
gritar a los cuatro vientos que soy una sobreviviente. Sí señores. ¡Sobreviví
el cáncer!
Créanme no es una lucha fácil. Tuve momentos muy
duros. Días en los que me deprimí, días en los que sentía rabia con Dios por lo
que sufría, días en los que simplemente quise colgar los guantes. Pero en todo
momento ese mismo Dios me sostuvo hasta el final. Me enseñó el valor de la
vida, de la familia y los amigos. Aprendí cuál es la verdadera belleza. Me hizo
fuerte.
No soy la misma Ivonne. Mi vida sí cambió. Hoy sé
lo que es ser feliz. Hoy puedo reconocer lo que es bueno y lo que no. Mis
relaciones interpersonales son mejores. Ya no me estreso ni peleo tanto. Soy
más comprensiva y cariñosa.
Hoy tengo un cabello, cejas y pestañas, nuevas y
hermosas. Hoy reconozco que mi belleza es interna y se refleja a lo externo. Ya
toqué mi campana que me anuncia un nuevo mañana. Estoy agradecida por una segunda
oportunidad. Volví a nacer. ¡Hoy tengo vida!
Redacción: Ivonne M. Rodríguez
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